TRIPLE PUÑAL

Esa mañana ardían los juguetes de los indeseables inmigrantes. 

Habían hecho un pira los verdaderos patriotas y los prendieron con parafina. 

En ese momento ella no fumaba pero hubiera querido hacerlo para aspirar el humo hasta el hígado y no atragantarse con la rabia. Veía por la televisión la escena y los ojos se le quebraron como cáscaras de huevo:  ella había sido una migrante con escasos juguetes arrastrados en cada viaje y demasiadas veces estuvo así, al borde de la pira.

Esa mañana estaba sola. Los gatos ya habían comido y otra vez, la pena la tenía en un hoyo negro. 

La noche anterior, el llamado amor de su vida, ese galanzote que se había convertido en el refugio único de toda su existencia, la había abandonado, una vez más, por suelta de cuerpo, insistía.

Sí, así. Queda mal escribirlo, pero es que realmente ella ya estaba convertida en una puta de tanto que se lo dijo. 

Era el único hombre que la había tocado en casi cinco años, pero eso daba lo mismo. Para él, ella era una potencial “prostituta sin sueldo” porque ese comportamiento de sonreír a otros hombres, tan indeseable como eso de ser migrante, no podía ser aceptado, ni menos con un fanfarrón como al que le sonrió esa noche que alardeaba de las artes amatorias y guerrilleras frente a su propia mujer.

Por eso se fue. La dejó ahí. Con el fanfarrón y la esposa maltratada que al final de la noche, no tuvieron más opción que acogerla en medio del estupor. 

La dejaron en la puerta de su casa. Algo circunspectos por la repentina huida del indignado acompañante que simplemente no regresó. 

“Le habrá pasado algo grave?”, dijo la esposa maltratada como tratando de empatizar sin que se asomara la más mínima posibilidad de que existiera eso que llaman violencia de género. Pero sabía la verdad. Tenía muy claro que mientras a ella le daban órdenes y le limitaban cada gesto al tratarla como tonta, su amiga simple y llanamente, había sido abandonada esa noche así como quien omite la existencia de un otro que queda a la deriva… una vez más.

Así amaneció, sola y desconcertada, para entonces convertirse en una testigo más de esa transmisión que mostraba una y otra vez el fuego justiciero que correteaba a los sucios migrantes que tanta molestia habían causado al noble pueblo invadido de gentes tan poco europeas.

Los párpados encapotados, las manos sudorosas. No tenía a quien golpear, pero en realidad sólo quería un abrazo. Fue entonces que sonó el teléfono y era ella, la esposa maltratada:

“Dormiste bien? Sabes, no creo que sea bueno que estés sola hoy”, dijo sin decir que en realidad el riesgo era ser migrante en un día de exterminios.

“Haremos una parrilla en casa, cantaremos con guitarra. Te espero, pero de verdad ven, ok?”, insistió.

La televisión ya estaba en el tercer orgasmo de raiting. La pequeña niña morena, de espaldas mirando su coche arder, fue el espasmo final que repitieron una y otra vez, como el jadeo más erótico de una larga mañana de amoríos a precio de mercado.

Tomó el auto y partió mientras repetía en susurros esas frases chilenas que tanto practicó frente al espejo para que nadie se diera cuenta que también había cruzado las fronteras para llegar hasta aquí. 

Lloraba, sí y mucho, pero con el morbo de cualquier humano sometido a la ráfaga de imágenes tristes, en realidad ella quería seguir viendo la televisión para acumular aún más odio.

Llegó al encuentro. Hubo cierta algarabía tras su arribo y ninguna pregunta del plantón al que había sido sometida la noche anterior. La sola pregunta sobre el cierre de la que sería una buena velada, hubiera sido una más de las tantas humillaciones que le esperaban ese día. 

Lo mejor era tomar.

Ella había sido invitada así como cuando se abre una puerta de escape para arrancar de todos esos hostigamientos directos e indirectos que ese domingo de intenso activismo patriota, proliferaban como peste en las calles y también en las redes.

Y ahí estaban de la mano la esposa maltratada y el marido fanfarrón, haciendo de felices anfitriones que acogían los despojos de esa migrante clandestina sin hijos, sin árbol, sin casa. 

Bebían vino junto a otros comensales que se confesaban conmovidos admiradores de un fallecido trovador que despedían entre brindis y alaridos.

Patricio Manns había muerto y la reunión era en realidad una forma de asistir a su funeral a distancia. Pero nunca apareció la guitarra, ni los cánticos de despedida. El breve espacio que se trianguló entre los asistentes fue copado por un ebrio inquisidor de migrantes que emergió lentamente del sillón donde reposaba su hediondo trasero, como si en cada sorbo de alcohol le fuera creciendo la xenofobia y la pachorra.

“Ah, tú eres extranjera. Se nota. Y comes esas porquerías que ahora venden en la calle acá?”, preguntó burlón seguramente orgulloso del chupe de loco hecho con miga de pan.

Ella sonrió forzadas y dijo:  sí, me gustan más que los sanguches de potito. Quizás aficionado a ese enjambre de tripas, el patriota ya confeso como militante de izquierdas, siguió en su escalada.

“Lo qué pasa es que se vienen a limpiar guater acá porque allá no tienen que comer. Eso no lo dices, no?, deberías explicarlo”, insistió burlón.

El humo, el carbón, la ensalada y otro descorche. El hombre siguió. 

Con los ojos agitados como buscando algún salvavidas en la musical audiencia, la migrante ya descubierta, intentó omitir las estocadas que se repitieron una y otra vez. Como el torero que va clavando banderillas en la piel sangrante, el hombrecito siguió y siguió como encebado por el olor que inunda cualquier espacio donde hay terror.

Él exigía respuestas como si ella fuera la representante oficial de todos los países desde donde alguna vez algún extranjero decidió venir a Chile. 

No pudo más. Estalló en lágrimas y fue al baño. Acorralada entre un lavatorio sucio y la lavadora andando, mojó su cara y se miró al espejo. Respiró profundo. Si el hombrecito la hacía responsable de todas las políticas fallidas que generaban la migración que tanto molestaba al patriota, ella entonces se defendería y aunque sabía que no había hecho una pira para quemar carpas o frazadas, podía también culparlo de toda esa bizarra forma de entender el legítimo derecho humano de simplemente irse a vivir a otro país.

A paso firme avanzó por el pasillo y al llegar a la mesa ya repleta de platos sucios, él la miró para seguir con el escarnio público. Ella lo paró en seco. Entre sollozos y humeantes espolonazos de aire nasal, lo apuntó con el dedo:

“Gente como tú, de  mierda, es la responsable de la xenofobia, de la discriminación. Es la responsable de una sociedad de mierda que se olvidó lo que es la solidaridad”, dijo con fuerza pero atragantándose de lágrimas y entonces se despidió con una averiada dignidad.

Fue una bomba en medio de la mesa, es cierto. Seguramente nadie pudo cantar esa tarde. Pero de lo que no hay duda, es que ella lloró hasta el amanecer atascada de tanta rabia y soledad.

Las piras siguieron. Le habían hecho una a ella misma. Vino entonces una marcha patriota, la cacería. Ella sintonizó con angustia la faena como quien sigue un bombardeo del pueblo donde a lo lejos.

De alguna forma necesitaba exorcizar la rabia, y entonces escribió en una de sus redes sociales:

“La xenofobia se esconde incluso en esos lugares donde podías protegerte”, y sin dar nombres, comenzó a contar esta misma historia que ahora sí está repleta de detalles.

Así durmió. Encogida en el borde de la cama, lamiéndose las heridas sobrepuestas.

Un mensaje del teléfono la despertó. Era él, que a casi 24 horas del plantón, escribía un mensaje de sutil amenaza. 

“No quiero meterme, pero si no borras esa publicación, te van a demandar por injurias. Me pidió que te avisara”, decía el breve texto.

La esposa maltratada se había sentido interpelada y ocupó de mensajero al mismo que la noche anterior había desechado como amigo por haberse esfumado así como lo hizo.

El borracho patriota era en realidad su hermano y aunque no habían nombres en la publicación que sólo invitaba a mirar la xenofobia encubierta, todo parece valer a la hora de defender a la propia jauría. 

“Eso te pasa por juntarte con idiotas. Te atraen puros sapos, pura gente de mierda. Después no te quejes", concluyó molesto el furtivo acompañante que desde ese momento nunca más fue el mismo.

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